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jueves, 11 de septiembre de 2014

Poemas de amor y guerra, de Efrén Mesa Montaña (gde)


Poemas de amor y guerra

Amo las nubes, oscuras, apretadas, hechas lluvia

hechas ramalazón y chubasco y tormenta sin tregua

aguacero prehistórico persiguiendo a los incautos

y cerrando caminos y extraviando horizontes

reivindicando al mundo de tanto pisoteo

De poemas de guerra, fragmento





Mezcla de ensayo-literatura y poesía, el presente libro es una invitación a explorar uno de esos mundos paralelos —si no inmersos en el mismo, aun con diferente nombre—, faceta desconocida, que ya se advierte en la mayoría de los escritos del autor.
Paradójicamente, aun con esa doble intención, no se percibe en estos versos ni un asomo de alegría, sino un afán desenfrenado por dilucidar la desazón que los indujo, que los hace posibles mediante la rigurosa búsqueda de cada palabra, cuyo fin no parece ser otro que el de dibujar, bosquejar la imagen con la que el autor quiere mostrarnos su mundo, aun cuando en ellos, con las mismas emociones, pareciera volverse una y otra vez sobre obsesiones aparentemente ya dilucidadas, como una variación constante del mismo tema...
Con todo, como ya en otro lugar se ha dicho, de manera acertada: “escribimos para ser lo que somos o para ser aquello que no somos. En uno u otro caso, nos buscamos a nosotros mismos. Y si tenemos la suerte de encontrarnos, descubriremos que somos un desconocido”.
Hay en estos versos una melancolía que habla de silencios, de amores idos o simplemente de esperanza, de esa esperanza que es todavía capaz de devolvernos el recuerdo, el recuerdo, por cierto, que se mantiene vivo, como si en cualquier instante pudiera hacerse presente, materializarse; todo esto enraizado en la pertinaz descripción de un paisaje abrupto, delirante, como aquel que se entrevé en los sueños, tal si cada frase, cada evocación, necesariamente tuviera que aferrarse para ser, para sentirse, en la belleza indescriptible y gris de su lago de Tota.
No se percibe en estos versos, de cuya clasificación me aparto, ni un asomo de alegría, sino un afán desenfrenado por dilucidar la desazón que los indujo, que los hace posibles mediante la rigurosa búsqueda de cada palabra, elegida, al fin y al cabo, para que, inmediatamente oídos o leídos, puedan permanecer algunas frases en la memoria o, al menos, su alucinante eco, pero con una identidad propia, pues todos los poemas, aunque distintos, son una variación perpetua sobre el mismo tema, una obsesión que profundamente se ha arraigado con todas sus raíces, pero que cada vez se expande buscando la forma de explicarse, de hallarse a pleno sol en la alocada búsqueda de sí mismo, de salir del laberinto y de reconocerse sin la necesidad de la máscara: “escribimos para ser lo que somos o para ser aquello que no somos. En uno u otro caso, nos buscamos a nosotros mismos. Y si tenemos la suerte de encontrarnos, descubriremos que somos un desconocido”.
Y es que cada línea ha sido trabajada con paciencia, como si a cada palabra que se agrega se le imprimiera la responsabilidad de ser escuchada, en voz alta. Ninguno de los poemas podría ser leído sin la tentación de que sus palabras lucharan contra el viento y se percibieran en las inmensidades insondables, bien de quien los lee y oye o simplemente de los silencios que canta, pues, aun cuando cada frase parece exigir una pausa, la cadencia y vibración de sus palabras ofrece aquello que los no expertos desconocemos en teoría, pero que experimentamos sin tanta retórica: es la magia, el sentir con plenitud que estamos vimos y que a la vez no somos más que pasajeros de la vida, en este mundo del cual no somos más que fugaces huéspedes, y es justamente tal certeza lo que admite y confirma la transformación innegable del alma que produce la poesía. Como el mismo autor lo confiesa, refiriéndose a la poesía, como esa disciplina álgida, propia de expertos y académicos: “entiendo bien poco de esta materia, y no es mi debilidad dedicarme a interpretar lo que a mi entendimiento parece obvio”. Esa obviedad no tiene otra base que la experiencia, el conocimiento práctico de las vivencias, ajeno a todo academicismo de vitrina, que interpreta hasta las emociones y que se lucra de lo que desconoce. Nuestro país ofrece una enorme gama de esa serie de expertos.
Con todo, si no se trata del lenguaje, es la descripción portentosa de los ambientes que habitan cada poema donde se genera una especie de irrealidad, de mundo alucinado que pareciera no existir en otro lugar sino en el abismo de los sueños. “La poesía sale a la luz tentándola”, había dicho René Menard. La poesía que se aprende paso a paso entre las cosas y los seres, es aquí no sólo las palabras agolpadas que furiosas muestran desde la visión del hombre el transcurrir de la vida humana, con todas sus alegrías, desazones y angustias, sino que, además, esa realidad que canta se transforma —no exactamente por el lenguaje, el cual no viene a ser otra cosa que su instrumento—, así como en la misma poesía, en un mundo onírico, en un surrealismo ajeno de lo pictórico, pero virtualmente presente en cada una de las líneas que conforman el poema.
En otras palabras, un mundo desconocido que dolorosamente se va abriendo en la medida que nos internamos en el bosque de palabras, en la medida en que tantas locas sensaciones van surgiendo a su contacto, en la medida, pues, en que vamos descubriendo no exactamente un paraíso, sino el infierno que intenta serlo a través de la evocación: la transformación de la realidad desde una de sus orillas.
No se trata, entonces, de esa transformación que se alude desde lo materialmente práctico, sino desde la alucinación, donde lo absurdo se instala en la inteligencia y la rige mediante una lógica desaforadamente cruda. Para no ir más allá, tomo prestadas unas líneas de Baudelaire, que parecen venidas al caso: en estos poemas se advierte un develamiento en el que la “fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta” se hacen presagio. Allí, “la naturaleza que llama inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con un temblor sobrenatural y galvánico”. Y es que, precisamente, ajena a toda manifestación seudo académica, en estos poemas hallamos, más que materia para someter a la crítica, el discernimiento de un mundo plenamente desconocido, donde la naturaleza y todo cuanto de ella hace parte —y se entrevé particularmente, entre mitos y leyendas, fantasmas y silencios, vientos, lluvias, ventanas sin nadie, luna y agua, el deslumbrante paisaje del lago de Tota— se expresa en un afán de alivio y de insaciable búsqueda de asidero. Ese subterfugio no podría ser otro, ni más ni menos, que el de que ese horizonte de palabras se difunda en la huella de la emoción y la memoria.
Quizá de ese modo, si nos atenemos a tener en cuenta, en particular todo cuanto tiene relación con el agua —que indefectiblemente está presente a lo largo de todos los poemas: hielo, niebla, lluvia, viento, nubes, árboles—, habremos comprendido que, “para el inconsciente, toda combinación de elementos materiales es un matrimonio”, en el que casi siempre “lo femenino es atribuido al agua por la imaginación ingenua y la imaginación poética”, pues el agua y su presencia en todo cuanto de ella depende —la vida misma—, no es sólo nacimiento continuo, sino pureza, ira, sueño, esperanza, llanto.
Sin embargo, aun cuando lo anterior de alguna manera parezca un tanto forzado, no está lejos del verdadero propósito del autor: el de mostrarnos desde las sombras, como un hombre alumbrando con fuego escaso las paredes de una caverna, que quiere decir[25], contar algo, ese algo garabateado por una mano que se mueve en las sombras, plasmando signos, palabras, dudas, preguntas, murmullos refundidos, extraviados en el eco, nuevas preguntas…
Así, para no ir más allá, ahondando sin luz en el laberinto, estos poemas de amor y guerra no son precisamente eso, particularmente en lo segundo. En lo primero, si bien la gran mayoría trasciende el tema, no deja de cristalizarse en la remembranza, en la llamada desde el recuerdo y, no vamos a negarlo, en la recordación plasmada de cierto candor, cierta inocencia. Esto no quiere decir, claro, que el manejo del tema, en su forma, les aleje de su principal función como poesía. Al contrario; les da la fuerza y la validez necesarias para que puedan emprender el vuelo sin otra ayuda que la de su propia e intrínseca vitalidad. Sin embargo, estos poemas están más cerca de la segunda parte del libro, ajena al título, el desamor, o son ni más ni menos que su preámbulo.
En todo caso, pese a que sólo hemos reunido del tremendo arsenal de papeles una breve selección, puede considerarse que la estructura del libro que ahora se ofrece, aun, insisto, con la brevedad de su material, parece haberse concebido con esos fines: después de la tempestad viene la calma, pues, la segunda parte, como se ha dicho, corresponde al desamor, y la tercera a lo que el autor optó por llamar de guerra, que en el sentido literal de la palabra se mantiene ajeno, distante, tanto en la experiencia como en la presunción.
En tal caso se advierte, en esta segunda parte, cómo, desde la evocación, el amor se encarga de proporcionar los elementos necesarios para que, aun con todas las desazones e incertidumbres, la existencia sea posible, aun cuando, en el mismo ritmo que se avanza, nos vamos percatando de los cambios. El desamor, entonces, no el cansancio ni el despecho, aparece como una forma más de trasponer la realidad, de mostrar cómo ésta puede ser otra manera de querer, pues, al fin y al cabo, percibimos que, más que dejar de amar, se continúa amando aunque la ruptura sea evidente.
La última parte se encarga, como el título, de la guerra, pero —ya está dicho— ésta no es ella necesariamente; es, ya distante de las fuerzas terrenales del enamoramiento y su consecuente, el enfrentamiento con la realidad, la realidad despojada de toda argucia, desnuda ante la impotencia de quien la describe como dibujada a pincelazos bruscos, como rememorada a gritos sordos, como observada no como testigo sino como parte irrefutable de ella misma.
No se trata, sin embargo, de esa realidad ofrecida desde el escritorio, sino de la palpable experiencia que hierve, que se hace presente en cada sorbo de aire, en cada pensamiento que se desliga del sueño o que surge de sus entrañas, desde sus laberintos... Y ello tiene sentido si advertimos la estructura con la que —podría decirse, de manera inconsciente o deliberada— ha sido concebido el libro: ese extraño tríptico en el que se perfila Dante, no de ida, sino de regreso. Todo esto, borrascas y silencios, nostalgias y presentes, esperanzas e incertidumbres, risas y llantos, parecen brotar llamados por la vida misma, en estos poemas de amor y guerra.

Ver más: 


http://lagodetota.wix.com/efren-mesa-montana


https://www.youtube.com/watch?v=C33oa5-4GL0&list=UUyj64WXffv0kM7rRIwAgo1A


https://www.facebook.com/groups/poemasdeamoryguerra/


http://www.amazon.com/POEMAS-DE-AMOR-Y-GUERRA/dp/images/9584405950


viernes, 13 de septiembre de 2013

Aquitania, el "país de las aguas"


Aquitania, el “país de las aguas”




Por Efrén Mesa Montaña*


Doscientos treinta y seis años después del surgimiento de Aquitania, aún vivimos sin recordar su antiguo nombre; hemos olvidado —y no sin razón— que nuestro municipio es de origen indígena. Del pueblo de indios que existía no ha quedado registro y menos de su nombre primitivo, aun cuando la gran mayoría de su población actual descienda de manera directa de sus antiguos habitantes. Sabemos que en el lugar del hoy Aquitania había un caserío indígena, pues el nombre de Puebloviejo que luego tomaría mientras fungió como parroquia, lo confirma: esa fue la manera como los españoles llamaron a todos los antiguos pueblos de indios, pueblos viejos.







 Lamentablemente, el nombre indígena con el que de manera equivocada se le ha referido, no corresponde. Dice Ramón C. Correa, que “Puebloviejo fue el nombre dado al sitio donde existió el pueblo de indios llamado Guaquirá” (1932), pero no cita fuentes que lo confirmen. En lengua chibcha, Guaquirá significa ciudad o pueblo del cerro, pero, como advertimos, Aquitania no describe precisamente una geografía como ésta. Guaquirá es, hoy día, una vereda de Tota, y era en los tiempos en que llegaron los primeros españoles, un pequeño caserío en inmediaciones de Cuítiva; así lo confirman, José Mojica Silva (1948) quien, citando documentos del AGN, afirma que los indios del pueblo de Guaquirá se hallaban “junto al pueblo de Cuítiva que está cercano al de Guaquirá…”, y lo confirma Vicenta Cortés (1960) al asegurar que, efectivamente, Guaquirá, hoy día, es una vereda de Tota. En otras palabras, la toponimia y el territorio de Guaquirá se han mantenido inamovibles desde tiempos precoloniales.




Por lo demás, la ocupación española del territorio empezó unos veinte años después de que llegaran los primeros aventureros europeos, pero, para entonces, el lugar en el que se encuentra hoy Aquitania, se hallaba desolado, de modo que sin nadie que confirmara el nombre del caserío de indios, éste pasara pronto al olvido. Es probable, como asegura Alfonso Pérez Preciado que, ante el temor de ser sometidos, los indios huyeran hacia los bosques de Sisvaca y Mombita y fundaran en plena selva el pueblo de Bombasá (1976 y 1973). Esta hipótesis es válida en razón de que así lo aseguran, incluso, españoles como Juan de San Martín: al avanzar por los pueblos indígenas y ante la presencia de españoles, se generaban desplazamientos; los indios se “alzaban”, huían, pues los europeos eran ya conocidos como gente violenta y poco confiable entre los indios. Así, los indios escapaban hacia los bosques buscando refugio, dejando abandonados aun sus enseres más indispensables (Fernández de Oviedo, 1959). De tal modo, Juan de San Martín, al incursionar por los pueblos desolados de la cuenca de Tota, habría de apropiarse de grandes cantidades de oro mediante la modalidad de “rescate”, una forma de rapacería que veían como legal, como así lo reafirma éste mismo (Friede, 1956).




En todo caso, el olvido del antiguo nombre del hoy Aquitania posiblemente se generó a raíz de la confusión que se despertó con la agregación de pueblos indígenas. Ante la disminución de indios por los malos tratos, las enfermedades desconocidas, como la viruela y la gripa, con enorme mortandad en poco tiempo, los pueblos se iban quedando solos. Así, hacia 1602, los pueblos de Bombasá, Toquechá y Moquechá, fueron agregados al recién establecido resguardo de Guaquirá (Colmenares, 1984), junto con los habitantes de Toquilla, hoy una vereda de Aquitania. Guaquirá era entonces un caserío indígena situado entre Tota y Cuítiva (Fals Borda, 1973), y como entonces, hallándose en sus vecindades, hoy día es una vereda de Tota. Así, la vieja Guaquirá, la ciudad o pueblo del cerro, ha permanecido en su sitio, afrontando sólo y de manera ineluctable, el abandono de su población.




Así las cosas, hacia 1593, las tierras del hoy municipio de Aquitania, se hallaban en manos de Fernando de Vargas y Olarte (Correa, 1932). Éste había establecido allí una hacienda con el nombre de Aposentos de Vargas (Fals Borda, 1973), que colindaba con tierras apropiadas por españoles mediante mercedes. Estas tierras habían sido cedidas, inicialmente, a las monjas Clarisas de Tunja, pero, cuando hacia 1610, el presidente Borja quiso premiar con encomiendas a quienes habían intentado someter a los pijaos, Fernando de Vargas y Olarte, alegó haber “aportado armas, caballos y dinero para la guerra” (Colmenares, 1984) y se hizo otorgar las tierras que ya poseía con el nombre de Aposentos de Vargas. Por esta razón, el naciente caserío no fue ni encomienda ni resguardo, pero posiblemente, desde entonces, empezó a ser conocido con el nombre de Puebloviejo. Era esa la costumbre española de llamar a los antiguos pueblos de indios: ese afán de dejar sin memoria a los pueblos arrasados. Del originario nombre del pueblo viejo nadie intentaría indagar (Mesa Montaña, 2012).





Pasado el tiempo, el caserío crecía. Sin embargo, hacia 1730, sucedería un episodio que definiría el devenir cultural y religioso de su población. En el lugar que hoy conocemos como La Península, al sur del lago de Tota, un día de este año, se encontraba talando bosque, Bernardo Pérez, en compañía de su pequeño hijo, Juan Agustín Pérez y su amigo, José Pulido. Mientras Bernardo Pérez derribaba bosque, los niños jugaban bajo los árboles, y en esa diversión, de repente, se tropezaron con un gaque, en cuyas ramas vieron “una bellísima imagen de Jesús crucificado” (Correa, 1932).



A partir de este hecho, se empezaron a formalizar los trámites para la construcción de una capilla en el centro del caserío, en la que se emplazó una cruz construida con la madera del gaque, y como el Puebloviejo dependía en su administración de Tota, a partir de 1772 se empezó a gestionar el deslinde de este pueblo, con un solo propósito: el de convertir en parroquia al Puebloviejo, pues el “milagro” presenciado por los niños había permitido que el crecimiento poblacional del caserío se incrementara, además de que lo había convertido en lugar de peregrinación. La intención de convertir al Puebloviejo en parroquia, se hizo, así mismo, con el auspicio del “milagro” presenciado por los niños y ya materializado en la cruz que ornaba la capilla: el “Santo Cristo del Milagro”, y tanta habría de ser la devoción, que incluso el Puebloviejo, durante los años en que se constituyó como parroquia y aun incluso durante algunos años como municipio, se le conoció como Pueblosanto (Correa, 1932).




Durante el año de 1776, las tareas de formalización en parroquia, continuaban, pero sería hasta el año de 1777, que se formalizaría la institución de la parroquia, cuando se ordenó que el caserío dispusiera formalmente de cura, “acudiéndole con el salario y emolumentos que debe haber, guardándole y haciéndole guardar todas las honras, gracias, mercedes y demás cosas que debe gozar…” (Correa, 1932). Sin embargo, la instauración como municipio sería hasta 1934, en cuya fecha, 20 de julio, “fue cambiado el nombre de Puebloviejo por el de Aquitania”. No hemos hallado una explicación al capricho de cambiar el viejo y hermoso nombre de Puebloviejo por el de Aquitania, aun cuando no sobra decir que la adopción de tal nombre se explique en el significado de su etimología. En efecto: Aquitania es, en latín, el país de las aguas, el pays des eaux, en la Aquitania francesa que en el año 56 a. C., conquistó Craso a nombre de Julio César, en las Galias, el territorio que sería la Francia actual (Pierre, 1987), y que surgió como reflejo quizá de los innumerables balnearios que engolosinaban la mirada de los conquistadores romanos.




Ese nombre prestado, a cambio del que hemos olvidado, es el que hoy nos brinda su rostro. Somos la Aquitania en Boyacá, lejos de costumbres y formas de vida francesas, pero con el arraigo cultural del pueblo que lo engendró, mucho antes de que España se volcara sobre nuestro territorio para salvarlo de pecados no cometidos, y que aun despojado de su nombre advierte con prontitud el destino de su futuro. En efecto. Aquitania, desde el momento mismo del establecimiento español, ha mantenido unas profundas disparidades sociales, no superadas, y ha sido, aun con todos los contrastes, esencialmente agrícola, manteniendo hasta los años setenta una rica diversidad en sus productos, y que ante la apuesta de experimentar un nuevo producto, la cebolla larga, ha cedido al monocultivo, mientras las divergencias sociales se mantienen (Raymond, 1990), pero su gente se perfila en el rigor y deseo de progreso, en la superación de barreras y la búsqueda y reconocimiento de su dignidad como pueblo.




Pero esa responsabilidad, esa dignidad del aquitanense frente a su futuro, le concierne ahora, se hace manifiesta en la tarea de salvaguardar el que fue entre los muiscas, los primeros habitantes del primigenio Aquitania, cuna de mitos y leyendas: el sagrado lago de Tota. El agua, bien lo sabe el sentido común, es fuente de vida; sin ella, no hay nada. Por ello mismo, la conservación de páramos, de quebradas y arroyos y en ello, la rica cuenca de Tota, debe estar como legado, como herencia de quienes fueron nuestros primeros padres. Así, se avizora, toda búsqueda de recursos ajenos al devenir histórico de la cuenca del lago de Tota, no sólo atenta contra conservación, producción y aprovechamiento del líquido vital, tanto de Aquitania como de las poblaciones vecinas, sino contra la sociedad que inmemorialmente ha hecho del lago de Tota y su cuenca, su hogar, su mundo, el lugar de sus sueños. Así, en nadie más que en nosotros se halla la respuesta a los avatares que hoy se ciernen como amenaza. En nadie más que en nosotros se halla la respuesta de recuperar el nombre que le ha dado dignidad al pueblo, y que ese nombre, justamente, es el camino de la responsabilidad, de respeto; el camino de protección, estímulo y conservación de la vida.


Referencias bibliográficas
Colmenares, G. (1984). La provincia de Tunja en el Nuevo Reino de Granada. Tunja: Biblioteca de la Academia Boyacense de Historia
Correa, R. C. (1932). Monografías, tomo III. Tunja: Imprenta del Departamento
Cortés Alonso, V. (1960). “Visita a los santuarios indígenas de Boyacá en 1577”. En Revista Colombiana de Antropología, Vol. IX, Bogotá: Ican
Fals Borda, O. (1973). El hombre y la tierra en Boyacá. Bogotá: Editorial Punta de Lanza
Mesa Montaña, E. (2012). Las funciones de la historia: una visión social del mundo desde las prácticas educativas, la ideología y la tradición. Aquitania, Cuenca de Tota, 1946-1965. Bogotá: s. p.
Mojica Silva, J. (1948). Relación de visitas coloniales. Tunja: Publicaciones de la Academia Boyacense de Historia
Pérez Preciado, A. (1973). Ordenación de la cuenca hidrográfica del lago de Tota. Bogotá: Inderena
Pérez Preciado, A. (1976). Tota más, que un lago es un conflicto. Bogotá: Editorial Stella
Pierre, M. (1987). Dictionnaire de l’histoire de France. Paris: Casterman.
Raymond, P. (1990). El lago de Tota ahogado en cebolla. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, Ecoe
San Martín, J. Maldonado, B. y López, G., “Libro de lo que se ha habido y habrá en esta jornada…”. En Friede, J. (1956). Documentos inéditos para la historia de Colombia, tomo IV. Bogotá: Academia Colombiana de Historia.
San Martín, J. y Lebrija, A., “Del camino e viaje del licenciado Gonzalo Jiménez…”. En Fernández de Oviedo, G. (1959). Historia general y natural de las Indias, tomo III. Madrid: Ediciones Atlas.


* El presente texto apareció en la Revista Hechos de Aquitania, # 11,  julio de 2013. Nacido en Aquitania, cuenca del lago de Tota, en Boyacá. El autor es licenciado en Ciencias Sociales por la Universidad Pedagógica Nacional, y candidato a magíster en Historia, por la Universidad Nacional de Colombia. Ha publicado los libros de relatos, Alguien de nosotros, y de cuentos, El llamado de Otoniel, además, Poemas de amor y guerra, y diversos artículos sobre temas de historia, medio ambiente, pedagogía y filosofía. Se desempeña como profesor de filosofía e historia en una institución educativa del magisterio de Bogotá. Las presentes notas son una síntesis brevísima de la Introducción a Las funciones de la historia: una visión social del mundo desde las prácticas educativas, la ideología y la tradición. Aquitania, Cuenca de Tota, 1946-1965, s. p.


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