Aquitania, el “país de las aguas”
Por Efrén Mesa Montaña*
Doscientos treinta y seis años después del surgimiento de Aquitania, aún vivimos sin recordar su antiguo nombre; hemos olvidado —y no sin razón— que nuestro municipio es de origen indígena. Del pueblo de indios que existía no ha quedado registro y menos de su nombre primitivo, aun cuando la gran mayoría de su población actual descienda de manera directa de sus antiguos habitantes. Sabemos que en el lugar del hoy Aquitania había un caserío indígena, pues el nombre de Puebloviejo que luego tomaría mientras fungió como parroquia, lo confirma: esa fue la manera como los españoles llamaron a todos los antiguos pueblos de indios, pueblos viejos.
Lamentablemente, el nombre indígena con el que
de manera equivocada se le ha referido, no corresponde. Dice Ramón C. Correa, que
“Puebloviejo fue el nombre dado al sitio donde existió el pueblo de indios
llamado Guaquirá” (1932), pero no cita fuentes que lo confirmen. En lengua chibcha, Guaquirá
significa ciudad o pueblo del cerro, pero,
como advertimos, Aquitania no describe precisamente una geografía como ésta. Guaquirá
es, hoy día, una vereda de Tota, y era en los tiempos en que llegaron los
primeros españoles, un pequeño caserío en inmediaciones de Cuítiva; así lo
confirman, José Mojica Silva (1948) quien, citando documentos del AGN, afirma que
los indios del pueblo de Guaquirá se hallaban “junto al pueblo de Cuítiva que está cercano al de Guaquirá…”, y lo confirma Vicenta
Cortés (1960) al asegurar que, efectivamente, Guaquirá, hoy día, es una vereda
de Tota. En otras palabras, la toponimia y el territorio de Guaquirá se han
mantenido inamovibles desde tiempos precoloniales.
Por lo demás, la ocupación
española del territorio empezó unos veinte años después de que llegaran los
primeros aventureros europeos, pero, para entonces, el lugar en el que se
encuentra hoy Aquitania, se hallaba desolado, de modo que sin nadie que
confirmara el nombre del caserío de indios, éste pasara pronto al olvido. Es
probable, como asegura Alfonso Pérez Preciado que, ante el temor de ser
sometidos, los indios huyeran hacia los bosques de Sisvaca y Mombita y fundaran
en plena selva el pueblo de Bombasá (1976 y 1973). Esta hipótesis es válida en
razón de que así lo aseguran, incluso, españoles como Juan de San Martín: al
avanzar por los pueblos indígenas y ante la presencia de españoles, se generaban
desplazamientos; los indios se “alzaban”, huían, pues los europeos eran ya
conocidos como gente violenta y poco confiable entre los indios. Así, los
indios escapaban hacia los bosques buscando refugio, dejando abandonados aun
sus enseres más indispensables (Fernández de Oviedo, 1959). De tal modo, Juan
de San Martín, al incursionar por los pueblos desolados de la cuenca de Tota,
habría de apropiarse de grandes cantidades de oro mediante la modalidad de
“rescate”, una forma de rapacería que veían como legal, como así lo reafirma éste
mismo (Friede, 1956).
En todo caso, el olvido del
antiguo nombre del hoy Aquitania posiblemente se generó a raíz de la confusión que
se despertó con la agregación de pueblos indígenas. Ante la disminución de
indios por los malos tratos, las enfermedades desconocidas, como la viruela y
la gripa, con enorme mortandad en poco tiempo, los pueblos se iban quedando
solos. Así, hacia 1602, los pueblos de Bombasá,
Toquechá y Moquechá, fueron agregados al recién establecido resguardo de
Guaquirá (Colmenares, 1984), junto con los habitantes de Toquilla, hoy una
vereda de Aquitania. Guaquirá
era entonces un caserío indígena situado entre Tota y Cuítiva (Fals Borda,
1973), y como entonces, hallándose en sus vecindades, hoy día es una vereda de
Tota. Así, la vieja Guaquirá, la ciudad o
pueblo del cerro, ha permanecido en su sitio, afrontando sólo y de manera
ineluctable, el abandono de su población.
Así las cosas, hacia 1593, las
tierras del hoy municipio de Aquitania, se hallaban en manos de Fernando de
Vargas y Olarte (Correa, 1932). Éste había establecido allí una hacienda con el
nombre de Aposentos de Vargas (Fals Borda, 1973), que colindaba con tierras
apropiadas por españoles mediante mercedes. Estas tierras habían sido cedidas,
inicialmente, a las monjas Clarisas de Tunja, pero, cuando hacia 1610, el
presidente Borja quiso premiar con encomiendas a quienes habían intentado
someter a los pijaos, Fernando de Vargas y Olarte, alegó haber “aportado armas,
caballos y dinero para la guerra” (Colmenares, 1984) y se hizo otorgar las
tierras que ya poseía con el nombre de Aposentos de Vargas. Por esta razón, el naciente
caserío no fue ni encomienda ni resguardo, pero posiblemente, desde entonces,
empezó a ser conocido con el nombre de Puebloviejo. Era esa la costumbre
española de llamar a los antiguos pueblos de indios: ese afán de dejar sin
memoria a los pueblos arrasados. Del originario nombre del pueblo viejo nadie intentaría indagar (Mesa Montaña, 2012).
Pasado el tiempo, el caserío
crecía. Sin embargo, hacia 1730, sucedería un episodio que definiría el devenir
cultural y religioso de su población. En el lugar que hoy conocemos como La
Península, al sur del lago de Tota, un día de este año, se encontraba talando
bosque, Bernardo Pérez, en compañía de su pequeño hijo, Juan Agustín Pérez y su
amigo, José Pulido. Mientras Bernardo Pérez derribaba bosque, los niños jugaban
bajo los árboles, y en esa diversión, de repente, se tropezaron con un gaque, en cuyas ramas vieron “una
bellísima imagen de Jesús crucificado” (Correa, 1932).
A partir de este hecho, se
empezaron a formalizar los trámites para la construcción de una capilla en el
centro del caserío, en la que se emplazó una cruz construida con la madera del
gaque, y como el Puebloviejo dependía en su administración de Tota, a partir de
1772 se empezó a gestionar el deslinde de este pueblo, con un solo propósito:
el de convertir en parroquia al Puebloviejo, pues el “milagro” presenciado por
los niños había permitido que el crecimiento poblacional del caserío se
incrementara, además de que lo había convertido en lugar de peregrinación. La
intención de convertir al Puebloviejo en parroquia, se hizo, así mismo, con el
auspicio del “milagro” presenciado por los niños y ya materializado en la cruz
que ornaba la capilla: el “Santo Cristo del Milagro”, y tanta habría de ser la
devoción, que incluso el Puebloviejo, durante los años en que se constituyó
como parroquia y aun incluso durante algunos años como municipio, se le conoció
como Pueblosanto (Correa, 1932).
Durante el año de 1776, las tareas
de formalización en parroquia, continuaban, pero sería hasta el año de 1777,
que se formalizaría la institución de la parroquia, cuando se ordenó que el
caserío dispusiera formalmente de cura, “acudiéndole con el salario y
emolumentos que debe haber, guardándole y haciéndole guardar todas las honras,
gracias, mercedes y demás cosas que debe gozar…” (Correa, 1932). Sin embargo,
la instauración como municipio sería hasta 1934, en cuya fecha, 20 de julio,
“fue cambiado el nombre de Puebloviejo por el de Aquitania”. No hemos hallado
una explicación al capricho de cambiar el viejo y hermoso nombre de Puebloviejo
por el de Aquitania, aun cuando no sobra decir que la adopción de tal nombre se
explique en el significado de su etimología. En efecto: Aquitania es, en latín,
el país de las aguas, el pays des eaux, en la Aquitania francesa
que en el año 56 a. C., conquistó Craso a nombre de Julio César, en las Galias,
el territorio que sería la Francia actual (Pierre, 1987), y que surgió como
reflejo quizá de los innumerables balnearios que engolosinaban la mirada de los
conquistadores romanos.
Ese nombre prestado, a cambio del
que hemos olvidado, es el que hoy nos brinda su rostro. Somos la Aquitania en
Boyacá, lejos de costumbres y formas de vida francesas, pero con el arraigo
cultural del pueblo que lo engendró, mucho antes de que España se volcara sobre
nuestro territorio para salvarlo de pecados no cometidos, y que aun despojado
de su nombre advierte con prontitud el destino de su futuro. En efecto. Aquitania,
desde el momento mismo del establecimiento español, ha mantenido unas profundas
disparidades sociales, no superadas, y ha sido, aun con todos los contrastes,
esencialmente agrícola, manteniendo hasta los años setenta una rica diversidad
en sus productos, y que ante la apuesta de experimentar un nuevo producto, la
cebolla larga, ha cedido al monocultivo, mientras las divergencias sociales se mantienen
(Raymond, 1990), pero su gente se perfila en el rigor y deseo de progreso, en
la superación de barreras y la búsqueda y reconocimiento de su dignidad como
pueblo.
Pero esa responsabilidad, esa
dignidad del aquitanense frente a su futuro, le concierne ahora, se hace
manifiesta en la tarea de salvaguardar el que fue entre los muiscas, los primeros
habitantes del primigenio Aquitania, cuna
de mitos y leyendas: el sagrado lago de Tota. El agua, bien lo sabe el
sentido común, es fuente de vida; sin ella, no hay nada. Por ello mismo, la
conservación de páramos, de quebradas y arroyos y en ello, la rica cuenca de
Tota, debe estar como legado, como herencia de quienes fueron nuestros primeros
padres. Así, se avizora, toda búsqueda de recursos ajenos al devenir histórico
de la cuenca del lago de Tota, no sólo atenta contra conservación, producción y
aprovechamiento del líquido vital, tanto de Aquitania como de las poblaciones
vecinas, sino contra la sociedad que inmemorialmente ha hecho del lago de Tota
y su cuenca, su hogar, su mundo, el lugar de sus sueños. Así, en nadie más que
en nosotros se halla la respuesta a los avatares que hoy se ciernen como
amenaza. En nadie más que en nosotros se halla la respuesta de recuperar el
nombre que le ha dado dignidad al pueblo, y que ese nombre, justamente, es el
camino de la responsabilidad, de respeto; el camino de protección, estímulo y
conservación de la vida.
Referencias bibliográficas
Colmenares, G. (1984). La provincia de Tunja en el Nuevo Reino de
Granada. Tunja: Biblioteca de la Academia Boyacense de Historia
Correa, R. C.
(1932). Monografías, tomo III. Tunja: Imprenta del Departamento
Cortés Alonso,
V. (1960). “Visita a los santuarios indígenas de Boyacá en 1577”. En Revista Colombiana de Antropología, Vol.
IX, Bogotá: Ican
Fals Borda, O. (1973). El hombre y la tierra en Boyacá. Bogotá:
Editorial Punta de Lanza
Mesa Montaña, E.
(2012). Las funciones de la historia: una
visión social del mundo desde las prácticas educativas, la ideología y la tradición.
Aquitania, Cuenca de Tota, 1946-1965. Bogotá: s. p.
Mojica Silva, J. (1948). Relación de visitas coloniales. Tunja:
Publicaciones de la Academia Boyacense de Historia
Pérez Preciado, A. (1973). Ordenación de la cuenca hidrográfica del lago de Tota. Bogotá: Inderena
Pérez Preciado, A. (1976). Tota más, que un lago es un conflicto. Bogotá: Editorial Stella
Pierre, M. (1987). Dictionnaire de l’histoire de France.
Paris: Casterman.
Raymond, P. (1990). El lago de Tota ahogado en cebolla. Bogotá: Pontificia Universidad
Javeriana, Ecoe
San Martín, J. Maldonado, B. y
López, G., “Libro de lo que se ha habido y habrá en esta jornada…”. En Friede,
J. (1956). Documentos inéditos para la
historia de Colombia, tomo IV. Bogotá: Academia Colombiana de Historia.
San Martín, J. y
Lebrija, A., “Del camino e viaje del licenciado Gonzalo Jiménez…”. En Fernández
de Oviedo, G. (1959). Historia general y
natural de las Indias, tomo III. Madrid: Ediciones Atlas.
* El presente texto apareció en la Revista Hechos de Aquitania, # 11, julio de 2013. Nacido en Aquitania, cuenca del lago de Tota, en Boyacá. El
autor es licenciado en
Ciencias Sociales por la Universidad Pedagógica Nacional, y candidato a
magíster en Historia, por la Universidad Nacional de Colombia. Ha publicado los libros de
relatos, Alguien de nosotros, y de cuentos, El llamado de Otoniel,
además, Poemas de amor y guerra, y
diversos artículos sobre temas de historia, medio ambiente, pedagogía y
filosofía. Se desempeña como profesor de filosofía e historia en una
institución educativa del magisterio de Bogotá. Las presentes notas son una síntesis brevísima de la
Introducción a Las funciones de la historia: una
visión social del mundo desde las prácticas educativas, la ideología y la
tradición. Aquitania, Cuenca de Tota, 1946-1965, s. p.
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