Poemas de amor y guerra
Amo las nubes, oscuras, apretadas, hechas lluvia
hechas ramalazón y chubasco y tormenta sin tregua
aguacero prehistórico persiguiendo a los incautos
y cerrando caminos y extraviando horizontes
reivindicando al mundo de tanto pisoteo
De poemas de guerra, fragmento
Amo las nubes, oscuras, apretadas, hechas lluviahechas ramalazón y chubasco y tormenta sin treguaaguacero prehistórico persiguiendo a los incautosy cerrando caminos y extraviando horizontesreivindicando al mundo de tanto pisoteoDe poemas de guerra, fragmento
Mezcla de
ensayo-literatura y poesía, el presente libro es una invitación a explorar uno
de esos mundos paralelos —si no inmersos en el mismo, aun con diferente
nombre—, faceta desconocida, que ya se advierte en la mayoría de los escritos
del autor.
Paradójicamente, aun
con esa doble intención, no se percibe en estos versos ni un asomo de alegría,
sino un afán desenfrenado por dilucidar la desazón que los indujo, que los hace
posibles mediante la rigurosa búsqueda de cada palabra, cuyo fin no parece ser
otro que el de dibujar, bosquejar la imagen con la que el autor quiere
mostrarnos su mundo, aun cuando en ellos, con las mismas emociones, pareciera
volverse una y otra vez sobre obsesiones aparentemente ya dilucidadas, como una
variación constante del mismo tema...
Con todo, como ya en
otro lugar se ha dicho, de manera acertada: “escribimos para ser lo que somos o
para ser aquello que no somos. En uno u otro caso, nos buscamos a nosotros
mismos. Y si tenemos la suerte de encontrarnos, descubriremos que somos un
desconocido”.
Hay en estos versos
una melancolía que habla de silencios, de amores idos o simplemente de
esperanza, de esa esperanza que es todavía capaz de devolvernos el recuerdo, el
recuerdo, por cierto, que se mantiene vivo, como si en cualquier instante
pudiera hacerse presente, materializarse; todo esto enraizado en la pertinaz
descripción de un paisaje abrupto, delirante, como aquel que se entrevé en los
sueños, tal si cada frase, cada evocación, necesariamente tuviera que aferrarse
para ser, para sentirse, en la belleza indescriptible y gris de su lago de
Tota.
No se percibe en
estos versos, de cuya clasificación me aparto, ni un asomo de alegría, sino un
afán desenfrenado por dilucidar la desazón que los indujo, que los hace
posibles mediante la rigurosa búsqueda de cada palabra, elegida, al fin y al
cabo, para que, inmediatamente oídos o leídos, puedan permanecer algunas frases
en la memoria o, al menos, su alucinante eco, pero con una identidad propia,
pues todos los poemas, aunque distintos, son una variación perpetua sobre el
mismo tema, una obsesión que profundamente se ha arraigado con todas sus
raíces, pero que cada vez se expande buscando la forma de explicarse, de
hallarse a pleno sol en la alocada búsqueda de sí mismo, de salir del laberinto
y de reconocerse sin la necesidad de la máscara: “escribimos para ser lo que
somos o para ser aquello que no somos. En uno u otro caso, nos buscamos a
nosotros mismos. Y si tenemos la suerte de encontrarnos, descubriremos que
somos un desconocido”.
Y es que cada línea
ha sido trabajada con paciencia, como si a cada palabra que se agrega se le
imprimiera la responsabilidad de ser escuchada, en voz alta. Ninguno de los
poemas podría ser leído sin la tentación de que sus palabras lucharan contra el
viento y se percibieran en las inmensidades insondables, bien de quien los lee
y oye o simplemente de los silencios que canta, pues, aun cuando cada frase
parece exigir una pausa, la cadencia y vibración de sus palabras ofrece aquello
que los no expertos desconocemos en teoría, pero que experimentamos sin tanta
retórica: es la magia, el sentir con plenitud que estamos vimos y que a la vez
no somos más que pasajeros de la vida, en este mundo del cual no somos más que
fugaces huéspedes, y es justamente tal certeza lo que admite y confirma la
transformación innegable del alma que produce la poesía. Como el mismo autor lo
confiesa, refiriéndose a la poesía, como esa disciplina álgida, propia de
expertos y académicos: “entiendo bien poco de esta materia, y no es mi
debilidad dedicarme a interpretar lo que a mi entendimiento parece obvio”. Esa
obviedad no tiene otra base que la experiencia, el conocimiento práctico de las
vivencias, ajeno a todo academicismo de vitrina, que interpreta hasta las
emociones y que se lucra de lo que desconoce. Nuestro país ofrece una enorme
gama de esa serie de expertos.
Con todo, si no se
trata del lenguaje, es la descripción portentosa de los ambientes que habitan
cada poema donde se genera una especie de irrealidad, de mundo alucinado que
pareciera no existir en otro lugar sino en el abismo de los sueños. “La poesía
sale a la luz tentándola”, había dicho René Menard. La poesía que se aprende
paso a paso entre las cosas y los seres, es aquí no sólo las palabras agolpadas
que furiosas muestran desde la visión del hombre el transcurrir de la vida
humana, con todas sus alegrías, desazones y angustias, sino que, además, esa
realidad que canta se transforma —no exactamente por el lenguaje, el cual no
viene a ser otra cosa que su instrumento—, así como en la misma poesía, en un
mundo onírico, en un surrealismo ajeno de lo pictórico, pero virtualmente
presente en cada una de las líneas que conforman el poema.
En otras palabras,
un mundo desconocido que dolorosamente se va abriendo en la medida que nos
internamos en el bosque de palabras, en la medida en que tantas locas
sensaciones van surgiendo a su contacto, en la medida, pues, en que vamos
descubriendo no exactamente un paraíso, sino el infierno que intenta serlo a
través de la evocación: la transformación de la realidad desde una de sus
orillas.
No se trata,
entonces, de esa transformación que se alude desde lo materialmente práctico,
sino desde la alucinación, donde lo absurdo se instala en la inteligencia y la
rige mediante una lógica desaforadamente cruda. Para no ir más allá, tomo
prestadas unas líneas de Baudelaire, que parecen venidas al caso: en estos
poemas se advierte un develamiento en el que la “fosforescencia de la
podredumbre y el olor de la tormenta” se hacen presagio. Allí, “la naturaleza
que llama inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como
ellos, se estremece con un temblor sobrenatural y galvánico”. Y es que,
precisamente, ajena a toda manifestación seudo académica, en estos poemas
hallamos, más que materia para someter a la crítica, el discernimiento de un
mundo plenamente desconocido, donde la naturaleza y todo cuanto de ella hace
parte —y se entrevé particularmente, entre mitos y leyendas, fantasmas y
silencios, vientos, lluvias, ventanas sin nadie, luna y agua, el deslumbrante
paisaje del lago de Tota— se expresa en un afán de alivio y de insaciable
búsqueda de asidero. Ese subterfugio no podría ser otro, ni más ni menos, que
el de que ese horizonte de palabras se difunda en la huella de la emoción y la
memoria.
Quizá de ese modo,
si nos atenemos a tener en cuenta, en particular todo cuanto tiene relación con
el agua —que indefectiblemente está presente a lo largo de todos los poemas:
hielo, niebla, lluvia, viento, nubes, árboles—, habremos comprendido que, “para
el inconsciente, toda combinación de elementos materiales es un matrimonio”, en
el que casi siempre “lo femenino es atribuido al agua por la imaginación
ingenua y la imaginación poética”, pues el agua y su presencia en todo cuanto
de ella depende —la vida misma—, no es sólo nacimiento continuo, sino pureza,
ira, sueño, esperanza, llanto.
Sin embargo, aun
cuando lo anterior de alguna manera parezca un tanto forzado, no está lejos del
verdadero propósito del autor: el de mostrarnos desde las sombras, como un
hombre alumbrando con fuego escaso las paredes de una caverna, que quiere
decir[25], contar algo, ese algo garabateado por una mano que se mueve en las
sombras, plasmando signos, palabras, dudas, preguntas, murmullos refundidos,
extraviados en el eco, nuevas preguntas…
Así, para no ir más
allá, ahondando sin luz en el laberinto, estos poemas de amor y guerra no son
precisamente eso, particularmente en lo segundo. En lo primero, si bien la gran
mayoría trasciende el tema, no deja de cristalizarse en la remembranza, en la
llamada desde el recuerdo y, no vamos a negarlo, en la recordación plasmada de
cierto candor, cierta inocencia. Esto no quiere decir, claro, que el manejo del
tema, en su forma, les aleje de su principal función como poesía. Al contrario;
les da la fuerza y la validez necesarias para que puedan emprender el vuelo sin
otra ayuda que la de su propia e intrínseca vitalidad. Sin embargo, estos
poemas están más cerca de la segunda parte del libro, ajena al título, el
desamor, o son ni más ni menos que su preámbulo.
En todo caso, pese a
que sólo hemos reunido del tremendo arsenal de papeles una breve selección,
puede considerarse que la estructura del libro que ahora se ofrece, aun,
insisto, con la brevedad de su material, parece haberse concebido con esos
fines: después de la tempestad viene la calma, pues, la segunda parte, como se
ha dicho, corresponde al desamor, y la tercera a lo que el autor optó por
llamar de guerra, que en el sentido literal de la palabra se mantiene ajeno,
distante, tanto en la experiencia como en la presunción.
En tal caso se
advierte, en esta segunda parte, cómo, desde la evocación, el amor se encarga
de proporcionar los elementos necesarios para que, aun con todas las desazones
e incertidumbres, la existencia sea posible, aun cuando, en el mismo ritmo que
se avanza, nos vamos percatando de los cambios. El desamor, entonces, no el
cansancio ni el despecho, aparece como una forma más de trasponer la realidad,
de mostrar cómo ésta puede ser otra manera de querer, pues, al fin y al cabo,
percibimos que, más que dejar de amar, se continúa amando aunque la ruptura sea
evidente.
La última parte se
encarga, como el título, de la guerra, pero —ya está dicho— ésta no es ella
necesariamente; es, ya distante de las fuerzas terrenales del enamoramiento y
su consecuente, el enfrentamiento con la realidad, la realidad despojada de
toda argucia, desnuda ante la impotencia de quien la describe como dibujada a
pincelazos bruscos, como rememorada a gritos sordos, como observada no como
testigo sino como parte irrefutable de ella misma.
No se trata, sin embargo, de
esa realidad ofrecida desde el escritorio, sino de la palpable experiencia que
hierve, que se hace presente en cada sorbo de aire, en cada pensamiento que se
desliga del sueño o que surge de sus entrañas, desde sus laberintos... Y ello
tiene sentido si advertimos la estructura con la que —podría decirse, de manera
inconsciente o deliberada— ha sido concebido el libro: ese extraño tríptico en
el que se perfila Dante, no de ida, sino de regreso. Todo esto, borrascas y
silencios, nostalgias y presentes, esperanzas e incertidumbres, risas y
llantos, parecen brotar llamados por la vida misma, en estos poemas de amor y
guerra.
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http://lagodetota.wix.com/efren-mesa-montana
https://www.youtube.com/watch?v=C33oa5-4GL0&list=UUyj64WXffv0kM7rRIwAgo1A
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